«El Estado es una máquina para mantener la dominación de una clase sobre otra».
LENIN
Como muchos de sus coetáneos revolucionarios, Lenin fue un agitador y disidente. Sin embargo, la idea de destruir las clases sociales, transformar de manera radical las estructuras básicas de la sociedad y conducirlas hacia un proyecto personal, era algo nunca antes visto.
Cuando se cumplen cien años de su muerte, esta biografía ilustrada busca repasar los episodios vitales de una personalidad relevante del siglo XX que, a diferencia de otras contemporáneas, tan solo es conocida por sus simpatizantes incondicionales o denostada por una gran parte del mundo.
De un modo genérico, Lenin es tratado como alguien obsesionado con la revolución y el poder. Más allá de esta aseveración, el primer líder soviético fue una figura atípica; alguien con plena consciencia de sus actos que cambió el curso de la historia y fabricó un modelo teórico que erigió una sociedad nueva.
Narrar la epopeya de sus cincuenta años de vida nos muestra varios prismas desconocidos de su compleja personalidad: dueño de una capacidad intelectual fuera de serie, conspirador, insomne, revolucionario, estadista, filósofo y teórico. Lenin fue muchas cosas y ninguna a la vez que haya perdurado en el tiempo. Quizás, su oficio inexistente fue la arquitectura social: edificó un aparato social inédito y le puso nombre: Estado comunista.
Tras la caída de la Unión Soviética, aparecen documentos que habían estado ocultos bajo secreto de Estado y nos revelan aspectos inesperados en su biografía. Descubrimos a alguien obsesionado por su causa, asceta, iracundo y desconfiado, que se autoimpuso una presión enorme, pero también un personaje que se adelantó a su tiempo.
Sin Lenin no comprenderíamos la historia posterior a la Revolución rusa,
ni la manera de dividir el poder global y sus recursos. Tampoco entenderíamos el uso de la propaganda y la tecnología. Estudiando su biografía, se vislumbran elementos como los aparatos de control social que nos dominan, la obsesión por vigilar a cada individuo o la tan referida posverdad, esa realidad líquida en la que vivimos hoy.
«A lo largo de su vida, Lenin cultivó una imagen austera y desprovista de ornamentos. Nunca creyó en los rituales burgueses y creía no ser propietario de su persona e intelecto cuyo verdadero dueño era el proyecto comunista o, incluso, la ciencia, que podría sacar provecho científico de su cuerpo. Siempre había visto los funerales como una ceremonia necesaria pero absurda, que llevaba, según como fuera realizada, a la creación de un culto, tanto de los despojos como de la imagen del fallecido. Previendo su final, quiso que fuera sencillo y expresó el deseo de ser cremado y enterrado de manera laica en San Petersburgo. Sin embargo, el Politburó tenía una idea diferente y hubo un cálculo muy preciso de cómo instrumentalizar su muerte. Se dispuso un funeral inédito, pergeñado por su futuro sucesor, Stalin, quien se encargó personalmente del colosal evento».