Hablaba hace tiempo con un amigo sobre la calidad -o más bien, de la falta de ella- de una película. Y me respondió con una frase que no me esperaba: “¿pero cómo va a ser mala si ha sido un taquillazo?”. Y es que todos tenemos sesgos cognitivos que nos impiden separar opiniones personales de hechos objetivos. Pero hay que reconocer que en ocasiones, se convierten en tremendamente populares obras de calidad más que dudosa, y otras a las que no se puede poner ni un pero y son absolutamente minoritarias. Todos recordamos La bomba de King África, omnipresente en hilos musicales y verbenas de pueblo a principios de siglo. Y en es misma liga juega el Spiderman de Todd McFarlane, una serie cuyo primer número fue el más vendido de la historia en su momento y aún hoy sigue en el top 3. Panini acaba de editar su primer arco argumental, Tormento, dentro de la colección Marvel Must-Have.
La serie Spider-Man, a secas, sin adjetivos de ningún tipo, fue creada para que McFarlane, uno de los niños bonitos de la editorial a finales de los 80, hiciera y deshiciera a su antojo, escribiendo él mismo los guiones para poder dibujar lo que le apeteciera. Los 90 habían llegado, y Todd había inaugurado el camino de los dibujantes estrella, por el que no mucho después pasarían compañeros como Jim Lee o Rob Liefeld. Visto con perspectiva, más de treinta años después de su publicación, ya conocemos los resultados de todo aquello. La idea de que el guionista hace un trabajo prescindible y que el dibujante se puede encargar de todo produce tebeos cuya lectura llega a ser un tormento.
Filias y fobias aparte, hay que reconocer que, objetivamente, el resultado final de este primer cómic escrito escrito por McFarlane no es bueno. El propio autor ha reconocido que es posiblemente la peor historia que ha escrito además de la que más ha vendido. La historia, publicada en cinco números para facilitar su posterior reedición en un tomo recopilatorio -ya empezaba lo de pensar en el tomo más que en la grapa- es bastante sencilla: Calipso, la bruja vudú aliada de Kraven el Cazador, ha controlado al Lagarto y le manda a asesinar a Spiderman que, envenenado, tiene alucinaciones que no puede distinguir de la realidad. Y a lo largo de cinco números, el juego del gato y el ratón -o del lagarto y la araña- hasta el enfrentamiento final.
Seamos justos con el autor: el Spiderman de McFarlane se ha convertido visualmente en una de las versiones más icónicas del personaje. Esos ojos enormes, esas telarañas hiperenredadas y esas posturas imposibles se han ganado su lugar en el imaginario colectivo del fandom, y hay que reconocerle que los múltiples pin ups del personaje que pueblan este tomo son visualmente muy potentes. El problema es que un cómic no es una sucesión de pin ups. Es contar una historia con narrativa gráfica y textos de apoyo. Y en ambos campos, McFarlane tiene un claro suspenso en esta historia.
Ya comentábamos que la historia es simplona y no es que dé como para cinco números, pero es que además el guion es objetivamente malo. Intenta imitar al Frank Miller más agresivo en los textos concisos y cortantes, pero los textos son, por momentos, sonrojantes. Además, los cuadros de texto cambian de primera a tercera persona de forma aleatoria. Y un guion no son solo diálogos. La caracterización de personajes es prácticamente inexistente, y el único personaje al que le dedica unas viñetas, Mary Jane, queda convertido en una mujer superficial que no tiene nada que ver con la compañera vital de Peter Parker a la que conseguimos llegar a querer. Y el tono de la historia… Se ha dicho muchas veces que la revolución que llegó al mundo del cómic a mediados de los 80 gracias, entre otras obras, al Watchmen de Alan Moore y el Caballero Oscuro de Frank Miller, fue malentendida por ciertos autores que se quedaron en lo superficial, adoptando como signos de madurez del medio una violencia explícita y una hipersexualización de personajes femeninos. Y ese es uno de los grandes problemas que tiene Tormento: nuestro amistoso vecino Spiderman ha tenido su ración de sufrimiento y de patadas de la vida, pero es que esta historia bordea las fronteras del gore adolescente más macarra.
Todos, incluído el propio autor, tenemos claro que el McFarlane que firma estos números no es un buen escritor. Pero es que en el plano gráfico, más allá de las espectaculares portadas -la de este tomo es posiblemente una de las más recordadas del personaje- y splash pages, tampoco consigue aprobar. Usa y abusa recursos molones que en manos de autores capaces tienen un efecto impactante, pero en las suyas lo que hacen es que la lectura sea confusa, como las páginas con varias viñetas verticales con imágenes parciales. Y como hace con los textos a lo Miller, también intenta imitar a otros grandes con recursos que, una vez más, aquí quedan repetitivos en exceso y, lejos de impactar, cansan. ¿Recuerdas el doom que Walter Simonson utiliza como ominosa onomatopeya que avisaba de la llegada de Surtur? De las 120 páginas de cómic que tiene este tomo, 59 tienen al menos una vez la onomatopeya doom, llegando a cansar mucho. Y de los intentos de transiciones a lo Dave Gibbons en Watchmen, que también hay alguno, mejor no hablamos.
Entonces, si no tiene un buen guion ni un buen dibujo, ¿a qué se debe que este cómic pulverizara todos los récords de ventas hasta la fecha? Se me escapa por completo. El argumento más probable es, además de una buena cantidad de especuladores que aspiraban a forrarse con la reventa del número uno, una estética rompedora que se apartaba por completo del clasicismo de la Edad de Bronce que había dominado la editorial hasta poco antes, y que hablaba a los jóvenes de la época en un lenguaje diferente al de sus mayores en una especie de revolución punk que dejó con la boca abierta al adolescente de diecisiete años que era yo cuando Fórum editó este material por primera vez. Pero todo esto es un suponer. Que ya es más de lo que podemos hacer si pensamos en La bomba de King África.