Aquel año 1988 en que salió Kaos y Lobezno: Fusión fue clave para la franquicia mutante marveliana. Sin embargo, aunque quedarían aún años gloriosos, tal vez podríamos considerar esta fecha el principio del fin. Hasta 1988 los mutantes eran el patio de recreo de Chris Claremont, que los mantenía contenidos y en sus manos. Tras haber sorteado la directiva expansionista con cierta elegancia con los Nuevos Mutantes y no tan airoso con Factor-X, llegó un momento tras la saga de La caída de los mutantes en que ya no podrían contenerlo más. La salida de amiga y compinche Ann Nocenti como editora sería el primer clavo en el ataúd de Claremont. Llegaba Bob Harras y se multiplicarían los proyectos especiales y miniseries y, si bien no fue Harras el encargado de editar Kaos y Lobezno: Fusión — dado que salió por el sello Epic —, bien podría considerarse esta serie una de las cabezas de playa de esta nueva era mutante.
Aún así y pese a lo innovador de esta miniserie, podríamos decir que todavía está a medio camino con la vieja guardia, ya que al guion están dos viejos conocidos y aliados del círculo claremontiano. Hablamos del matrimonio Simonson, Louise y Walter, que ya eran viejos conocidos de la franquicia y se encontraban en ese momento al frente de Factor-X. Sin embargo lo novedoso estaba en el apartado gráfico y es que, si bien decíamos que Kaos y Lobezno: Fusión, fue parte de la vanguardia de esta tendencia expansionista mutante, por su peculiaridad, nunca habría sido posible si no era dentro de una explosión editorial de esta naturaleza.
Y es que Kaos y Lobezno: Fusión es básicamente el capricho de sus dos dibujantes. Jon J. Muth y Kent Williams habían sido los responsables tres años antes de todo un hito: el primer cómic americano de la historia completamente pintado, en aquella joyita olvidada llamada Moonshadow. Había repetido como equipo más tarde en otra maravilla titulada Blood: un relato sangriento, ambas con el guionista J.M. DeMatteis. No obstante, y por más que ambos proyectos anteriores aparecieran también bajo el paraguas de Epic-Marvel, hablamos de historias de un corte más adulto y poético. Ahora se trataba de hacer superhéroes puros y duros y el motivo era simplemente que Muth y Williams querían hacer algo ligero para descongestionar y, de paso, dibujar a dos de sus personajes favoritos. Por si fuera poco, en una decisión un tanto marciana, Muth se encargará de dibujar a Kaos y Williams a Lobezno, llegando a simultanearse en ocasiones ambos en la misma página o incluso en la misma viñeta.
Kaos y Lobezno: Fusión nos sumerge en una aventura a medio camino entre el pijameo y la aventura de espías bondiana con el telón de la agonizante Guerra Fría de fondo. Hacía dos años del desastre nuclear de Chernóbil y, tomándolo como escenario base, envuelven a los buenos de Logan y Alex en la conspiración de dos extravagantes villanos, que los llevará de México al la U.R.S.S y de ahí a Polonia y finalmente a La India.
Estamos a dos años de la caída del muro de Berlín y el bloque comunista vive los tiempos de la perestroika y la glásnost, abriéndose a occidente para bien y para mal. Pero, a estas alturas, la Guerra Fría es ya casi un género de ficción en sí mismo y, como con los superhéroes, hay una serie de códigos, tal vez simplificaciones, con las que jugar. Y es que por más que los temas de fondo puedan ser serios y adultos, por más que vivamos en los años post Watchmen, que en la competencia estuviesen pariendo Sandman o Hellblazer o de qué tipo de cómic viniera el dúo dibujante, no olvidemos que el objetivo de Kaos y Lobezno: Fusión era hacer un divertimento ligero para Muth y Williams y, sobre todo, una historia de superhéroes.
Es por eso que tendremos villanos estrafalarios, peleas por malentendido, planes villanescos demenciales, algún porquesí que otro y no pocas situaciones inverosímiles. No obstante, probablemente nada de esto nos habría rechinado si esto lo hubiera dibujado, por ejemplo, un Sal Buscema, ya que juegan en el mismo campo y con unas reglas que sabemos que requieren un contrato entre el lector y la historia. Debería asumirse una cierta supresión de la incredulidad en el contexto exagerado y dramático que propone el género.
Sin embargo, Kaos y Lobezno: Fusión nos enseña que un cómic puede tener un buen guion y un buen dibujo y aún así no ser garantía de un buen tebeo. Aceptados los términos de la acuerdo del género pijamero, Kaos y Lobezno: Fusión es una aventura entretenidisima, repleta de diálogos chispeantes, al estilo de las buddy movies que tan de moda estaban por aquel entonces.
El trabajo gráfico, por su parte, es apabullante. Las acuarelas de Jon J. Muth y Kent Williams son de un virtuosismo y una potencia visual que casi nos piden — y tal vez sea uno de los fallos del tebeo — dejar de leer para admirar su Arte. Hay escenas realmente impresionantes, pero es como si tuviéramos que apartar la niebla para verlas. Por ejemplo, por el registro en que funcionan sus estilos y por la propia naturaleza difusa de la acuarela, se omiten o se difuminan no pocos rostros y detalles, dejando el acting de cargo de gestualidad corporal extrema demasiado grave para el tono ligero que propone la historia. El dibujo de estos dos genios corona sin esfuerzo otras propuestas de corte más lírico y abstracto, pero rema a contracorriente del juego superhéroes-espías-buddy movie del matrimonio Simonson, como si guion y dibujo no siguieran la misma dirección.
Por más que muchos de nosotros ya tengamos más que interiorizados y asumidos los códigos de los superhéroes, no deja de ser un género repleto de reglas, convenciones y cifrados diseñados para ser asimilados de un modo mucho más sencillo con un tipo de dibujo muy concreto. No quiere decir que ese sea el único modo, pero sí que es el que, tras cerca de un siglo de prueba-error, ha resultado más dotado para comunicar en los márgenes de lo que propone. El dibujo de Jon J. Muth y Kent Williams camina unos senderos muy distintos que no participan de las mismas claves y la sensación de lectura de este Kaos y Lobezno: Fusión nunca termina de ser plena.
No deja de ser una pena que, con los mejores mimbres posibles, la cesta resultante quede bastante lejos de lo que podría ser. Como experimento, al final, no deja de ser curioso, y desgraciadamente, fallar también forma parte de experimentar.