Para cuando llegamos a El pájaro y la serpiente, hay muchos ojos puestos en esta obra. El ascenso de Borja González de nueva promesa a autor consolidado de referencia, de fanzinero a Premio Nacional, ha sido meteórico. Cierto que lleva publicando desde hace más de una década, pero hasta 2018 con la llegada de The Blackholes, la inmensa mayoría de su producción era aún autopublicada.
Con The Blackholes comenzaría el llamado Ciclo de las tres noches que concluye aquí, pero también comenzaba su relación con Reservoir Books y, con ello, su salto a Francia con Dargaud y a los USA con Abrams Books. Apenas una semana antes de la salida de El pájaro y la serpiente, se anunciaba que le era otorgado el Premio Nacional de Cómic a Grito Nocturno, con lo que todos los focos apuntaban ahora a este nuevo trabajo.
A estas alturas, aún habiendo desarrollado El pájaro y la serpiente antes de la noticia, Borja González ya es un autor con un considerable reconocimiento y consciente de que puede arriesgar un paso más allá. No es sólo que su nombre ya sea conocido, sino que, al tratarse de una trilogía temática, hay tropos que ya nos son conocidos. Ya nadie debería sorprenderse al encontrarnos con sus características figuras sin rostro, manos y pies, sus bosques de árboles nudosos, su peculiar poética y tampoco si hay algo que no fluya exactamente en base a la lógica canónica del ABC de las historias lineales.
Con todo esto, establecer una sinopsis de El pájaro y la serpiente será del todo vago e inexacto por la cantidad de cosas que no se dicen y se dejan a juicio del lector para ser casi más sentidas que completadas. No obstante, todo transcurre en un lugar y época indeterminada, pero que tal vez podríamos ubicar en ese periodo del Romanticismo, a caballo entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, que impregna por completo la obra. Comienza cuando los hombres del palacio han salido de cacería y Matilde, una de las protagonistas del relato, sale al bosque. Sin entrar demasiado en detalles, digamos que volverá cambiada y a partir de ahí y siguiéndola iremos conociendo a sus hermanas y hermano pequeño, su madre y los oscuros ritos de la familia.
Como decíamos, Borja González ya se puede permitir ciertas holguras como no dejar ni una sola línea de texto hasta la página 14 o servirse de montones de páginas de una sola viñeta para desglosar una acción cuando lo requiere. Envolverá también toda la historia de una aureola de ensoñación y drama teatral, que le permite centrarse en evocar más que narrar, y deja que el lector se empape de las claves de la obra y rellene los huecos, si es que eso es preciso. El autor nos da las herramientas que necesitamos para entender el idioma de El pájaro y la serpiente, pero tampoco precisa que conozcamos el sentido de cada palabra separada. No se trata de descifrar qué significan el ciervo o el pájaro ni de averiguar por qué la familia de Matilde no parece no reparar en su peculiar estado ni tampoco siquiera de establecer una línea de sucesos matemática y secuencial en una historia repleta de elipsis y juegos que nos alejan de las reglas de la realidad.
Los escenarios están teñidos de esa oscuridad e idealización romántica, atrezados a posta dejando ver su impostura escénica. La gran mayoría de los diálogos son en realidad monólogos de buscada poética y que se oyen declamados a toda página. Sus figuras sin rostro exageran su mímica corporal y como para hacer llegar el drama a las últimas filas. Los personajes parecen metidos en su papel, casi como ajenos a lo que realmente sucede, siguiendo a pies juntillas sus líneas. Incluso si en cómic existe algo así como la cámara, se aleja y se mantiene en angulaciones neutras para dejar que sean los actores frente a nosotros quienes lleven el peso de la acción y la narrativa.
Todo es un gran escenario teatral, un gran drama romántico teñido de su propia realidad, que apela a que el lector complete los huecos, pero no ya tanto que extraiga sus propias conclusiones, sino que intuya el sentido general de la obra a un nivel más inconsciente.
Es posible que quizá a los lectores más amantes de las narraciones más lineales y convencionales no les termine de entrar la propuesta de El pájaro y la serpiente. Sin embargo, tampoco debe pensarse en ella como una propuesta elitista pensada solo para una pequeña minoría cultural tocada por alguna especie de don divino. Borja González nos da todas las claves para entrar en el planteamiento de El pájaro y la serpiente y solo es necesaria una cierta voluntad de dejarse llevar, de dejar que permeen la atmósfera y el drama y de apagar esa concepción de la historia como un constructo de ingeniería. Tratar de deconstruir bajo un prisma analítico es como descubrir como se hace un truco de magia. Por más que resolvamos el enigma el precio es perder la magia y tal vez sólo tengamos que dejarnos guiar por la errática Matilde en su deambular.
La verdad es que la belleza de los dibujos de Borja González hace mucho por meternos en su juego, en entrarnos por los ojos con su peculiar estética, su lánguida pero musicalmente fluida narrativa, sus armonizados contrastes de blanco y negro o sus paletas de color monotonales y atmosféricas. Cautivados por su encanto, tal vez no reparamos en lo que el juego de masas de negro hace por distinguir planos y guiar nuestra mirada o lo que los colores construyen, no solo en este mismo sentido, sino también en lo ambiental. Llegas por el embrujo de su estética y te quedas por lo absorbente de su narrativa.
Por más que aquello de «no es un cómic para todo el mundo» sea un tópico un tanto odioso y absurdo, es posible que sea el caso de El pájaro y la serpiente, al menos en el sentido en que plantea una experiencia no del todo convencional y requiere una cierta voluntad de aceptar unas reglas que no son las habituales. Borja González nos deja, en cualquier caso, tan bien expuestas las líneas para seguirlas, que apenas es es preciso esfuerzo intelectual por parte del lector, sino solamente la voluntad de sumergirnos en su invitación.