Hace veinte años, cuando los eventos de cómic y manga florecían en la forma de jornadas de pueblo y grandes convenciones en Barcelona y Madrid, los fanzineros teníamos carta blanca (previo pago del alquiler de un stand o una mesa, porque la pela es la pela) para dar rienda suelta a nuestra imaginación y explorar viñetas al margen de la industria. No éramos idiotas, y los que prosperamos en aquella etapa recurríamos a los temas que resultaban interesantes para el público: parodias, cómics yaoi (entonces los llamábamos así, ¿vale?) o la versión completa: parodias con yaoi. Es broma, es broma, se hacían muchísimas cosas. Había gente que publicaba fanzines con historias originales, y encima los vendían muy bien. Maldita sea, es que se vendía muy bien cualquier cosa. Los hay que tenían el percal bien montado, como Jesulink, que se hizo tremendamente popular cuando los portales que hacían fansub de Naruto comenzaron a subir sus capítulos de Raruto al Torrent, acumulando miles de descargas: cuando Jesús llegaba a una convención, las colas daban miedo. Y los que no teníamos ese perfil más popular nos dábamos a conocer megáfono en mano, gritándole a la gente, con tebeos muy baratos que picaban al personal, y también nos funcionaba.
Una vez vendimos hasta las puertas correderas del stand, esas que estaban en los mostradores del Salón del Cómic de Barcelona y servían para custodiar lo que sea que hubiera dentro. Las arrancamos, las pintarrajeamos y vendimos tres, a diez euros la unidad. Una llevaba por título “Reyerta, el fanzine en una puerta”. Fueron años loquísimos que recuerdo con cariño, y que Ficomic tampoco ha olvidado nunca: desde entonces las bases reguladoras de la contratación de stand indican que el mobiliario ha de devolverse en las mismas condiciones en las que fue entregado.
Pero en algún momento la cosa se torció y empezamos a vender merchandising junto a los fanzines.
Fue sutil. Un año llevamos cinco modelos de chapitas, al siguiente eran veinte y al siguiente teníamos un catálogo de 200 diseños que podías seleccionar y te montábamos al momento. Y las camisetas. Comenzamos con una camiseta (“ODIO A LOS EMOS”, decía) (no me juzguéis) y dos años más tarde eran seis modelos colgados de la pared de cualquier manera, y lo siguiente que recuerdo es tener a Zulai planchando camisetas en la habitación del hotel mientras los demás las vendíamos a destajo en el Salón del Manga de Barcelona, pillando un par de taxis al día para llegar al recinto ferial y reponer existencias. Para entonces ya habíamos dado el salto a un stand comercial convencional, pero la semilla de la discordia estaba sembrada.
Nuestro lema era “hacemos cómics, vendemos camisetas”.
El merchan no se limitó a eso. Fundas de móvil, pegatinas, libretas, pósters, llaveros. Ojalá habernos dedicado solo a los tebeos, pero necesitábamos ese extra. Vendimos hasta figuritas de Corazón de Melón, importadas desde Francia, para hacer juego con el manga. No es hasta hace relativamente poco que los cómics se han convertido, con diferencia, en la fuente de ingresos principal de nuestra editorial.
Las chapas nos dieron el capital.
Y todos los grupos de fanzineros que llegaron después que nosotros ya venían con escaparate incorporado. Sentamos un mal precedente, aunque no me siento culpable. El que vendía cedés con series grabadas de Internet, ese sí que jugaba sucio. ¿Nosotros? Estábamos hartos de que los fanzines se pagaran a sí mismos pero los hoteles fueran un desembolso personal. Solo queríamos poder seguir sacando tebeos y pagarnos los viajes, que no paraban de subir. Y hablamos de precios de hace lustros: los de hoy son terroríficos.
Así que no me extraña que en la actualidad, contando con que en una Japan Weekend o Manga Barcelona hay decenas y decenas de puestos no comerciales, exista menos competencia entre fanzines que nunca… porque casi no hay. Lo que imperan son los acrílicos, las prints, las cositas. Pero apenas se ve tebeo, no hay casi papel, el fanzine o la autoedición pasan a un tercer plano. Mi concienzudo análisis (me he rascado la barbilla durante tres segundos) me brinda tres factores determinantes que explican esta carestía:
- los tebeos tardan mucho en hacerse para el poco dinero que dan.
- el merchandising es más fácil de producir y proporciona mayor variedad de productos en exposición.
- cuando llegaron las imprentas digitales, los fanzineros se convencieron de que imprimir sesenta copias de un tebeo era razonable aunque el coste unitario de la impresión superara los cuatro euros. Esta espiral de amortización imposible (me tiro semanas para hacer un fanzine, lo tengo que vender a ocho euros para que salga a cuenta la impresión, vendo muy poco porque el PVP es caro, la siguiente vez imprimo lo mismo o menos) hace que lo de los fanzines sea muy poco rentable a menos que tengas otra mentalidad y te líes a imprimir cientos de copias, almacenarlas y moverlas mucho como para poder venderlas a tres euros. Pero esa mentalidad ya no es de artista, sino de gestor. Que es, para bien o para mal, en lo que me convertí.
“Hacemos tebeos, administramos las cuentas”.
Lo que pasa es que no todo el mundo tiene por qué querer sacar fanzines para hacer caja o para montar una editorial después, ni siquiera para mejorar sus habilidades narrativas o para conseguir feedback de los lectores. Puedes hacer fanzines porque te sale del orto, y ya. Porque da gustito hacerlo. Al menos, así debería ser, pero estamos tan condicionados a que el resultado (“el producto”) cumpla con unos estándares de calidad tan absurdos que le ponemos tapas con estucado brillo en lugar de hacer fotocopias de mierda y venderlas a euro cincuenta. ¡En mis tiempos grapábamos nosotros los tebeos, con un corcho y un dedal para apretar las grapas!
Ay.
Voy a tomarme mis pastillas. Vosotres seguid dibujando. Mi único consejo es que os lo creáis más. Podéis vender más de cien copias. Hay que invertir tiempo y dinero, pero ¿cuándo no ha sido así?