Dejando atrás la cuesta de enero, este febrero tenemos un par de novedades que no se las salta un gitano, dos auténticos imprescindibles. ¿Que todos los meses decimos que nuestras novedades son imprescindibles? ¡Venga ya, exagerados! Pero es que cuando lo son, lo son. ¿O no me digáis que la publicación de la primera obra semiautobiográfica de uno de los grandes del cómic moderno, el gran Beto Hernandez, no es una noticia para celebrar? Nosotros ya estamos poniendo el champán a enfriar y también sus incondicionales, que nos consta que son legión los que esperan nuevas entregas del épico universo panamericano de los hermanos Hernandez como agua de (febrero) mayo.

Y si esto no fuera suficiente, un estreno de los que estamos seguros que harán historia. Basta ya de bigotillos, ahora lo que se lleva son las barbas, cuanto más tupidas y enmarañadas, mejor. Y si es kilométrica y alberga el mal en su interior, entonces ni te cuento. La gigantesca barba que era el mal, de Stephen Collins, ha llegado para hacerse un hueco en vuestras estanterías y en vuestros corazones. Palabrita de la mujer barbuda.

Dave vive exactamente AQUÍ, en este lugar que da la espalda a un mar lleno de secretos. Todas las tardes, al volver de la oficina, se sienta en su escritorio, escucha canciones en bucle y dibuja lo que ve a través de su ventana. Entregado a esas rutinas, Dave se siente a salvo. Dave cuida el orden para que el orden lo cuide a él, pero a veces tiene la sensación de que bajo la pulcra alfombra de la realidad puede haber algo, un mundo oculto debajo de la piel, la bárbara memoria de lo que fuimos. Y se está despertando.

Apelando al reverso de las cosas y con reminiscencias que van de Kafka a Lovecraft pasando por Roald Dahl, Stephen Collins confecciona esta intrigante sátira en la que se nos revela que tal vez toda nuestra existencia pueda estar siendo una farsa tan frágil como descomunal.

Huey, su hermano Junior y el pequeño Chavo son el trío protagonista de estas páginas en las que un grupo de niños se preguntan si un día les gustará ser mayores en ese mundo loco, loco, loco de los adultos. Entretanto, viven arrebatos de euforia, se pelean, otean la sexualidad que está por venir, celebran el tiempo de la amistad y comparten cromos, tebeos, G.I. Joes, dibujos animados y un puñado de canicas de las de tréboles, nácar y galaxias.

Con la maestría y la sensibilidad que se le conoce, Beto Hernandez no se limita al ejercicio retrospectivo sino que llega a recuperar en toda su intensidad los afanes, los miedos y la súbita extrañeza que configuran la infancia, esa etapa franca y feliz que los adultos suelen recordar carente de conflictos porque en algún momento perdieron la memoria.